El concepto de arte como creación humana, artificial, en contraposición a lo natural, fue erradicado en los sesenta con movimientos de vanguardia como el Land Art. Hoy, este movimiento artístico está fuertemente ligado a la ecología pero, paradógicamente, encuentra en los mismos ecologistas y en las instituciones unos opositores inesperados, a la vez que plantea de nuevo el debate sobre la intervención del hombre en los espacios naturales.
En Andorra, en el año 2018, se celebraba la 2ª bienal de Land Art. Ésta, es una de las inusuales e indiscutibles citas de arte en el entorno natural. Precisamente, algunas de las piezas que componían el catálogo de obras fueron criticadas, incluso retiradas, porque su presencia podía afectar negativamente al medio ambiente. Simultáneamente, en las Baleares, también han aparecido voces de alarma sobre la modificación del paisaje por parte de los turistas que simulan técnicas propias del Land Art como son la creación de torres de piedras en equilibrio o hitos.
Estos hechos suponen para el Land Art sendos retos y replanteamientos críticos. En primer lugar, se asume que las barreras en la creación artística son una censura inaceptable en las sociedades postcapitalistas, y, en segundo lugar, lo que el Land Art pretende es potenciar y respetar la naturaleza pero nunca destruirla. Revisemos, pues, cada uno de estos supuestos con la clara finalidad de defender el Land Art o cualquier práctica artística del medio natural.
De puertas adentro, el arte puede mostrar las más bajas pasiones, puede ser grosero e incluso se permite ser feo y desagradable. Una vez enterrados los dioses, sólo la monarquía y los líderes religiosos pueden suscitar polémica y las obras que los desprecian pueden ser retiradas de la exhibición pública. El resto de obras aún poseen el aura que W. Benjamin creía desmitificada y pocos realmente ponen en duda su valor.
Ahora bien, en el espacio público, una obra catalogada dentro del movimiento Land Art, como ha pasado en Andorra, puede ser retirada sin debate ni más explicación que un posible (aunque poco probable) daño ecológico. Como mínimo, no deja de sorprender que la obra, una sencilla red ras de suelo, pueda ser retirada con tanta facilidad por los responsables del gobierno andorrano cuando el país está lleno de carreteras que agujerean montañas y de kilómetros cuadrados de redes que aguantan los deslizamientos de rocas sobre las carreteras. Sin hacer hincapié en el desastre medioambiental que supone la urbanización de espacios naturales como la construcción de parques de aventura, ampliación de pistas de esquí u otros proyectos de carácter faraónico con fines comerciales.
Del mismo modo, en las Baleares se quejan de las torres de piedrecitas (y no sólo) que hacen los turistas cuando en realidad ya se ha destruido la mayor parte del litoral con su esperpéntico modelo turístico. Sería y es sospechoso que un agente rural advirtiera los turistas que no hicieran torres de piedrecitas o se unten de lodo cuando a poca distancia alzan hoteles y apartamentos que han arrasado con el espacio natural. Todos sabemos que el mantenimiento de un modelo turístico como el que explotan desde hace décadas es devastador para la naturaleza. No es necesario entrar en relativismos, pero ni el supuesto de que cien personas a la vez hagan torres de piedrecitas de 30 cm es comparable a un complejo hotelero junto a los espacios naturales, por ejemplo. Porque entre la intervención (arte) y la construcción (negocio) hay un mundo. La diferencia radica en el hecho de que la intervención, si modifica el paisaje, es a pequeña escala y de forma efímera; en cambio, la construcción conlleva la destrucción al por mayor del espacio natural de forma casi permanente. Y digo casi, porque cuando nos extingamos los humanos, seguramente nuestra civilización quedará enterrada o absorbida en cuestión de pocos cientos de años.
Lo que no es respetuoso es obviamente la censura ecológica como arma política. No hay que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que el brazo político de la ecología distrae la atención en minucias mientras en nombre del progreso no detienen o permiten la construcción de urbanizaciones en bosques quemados, autopistas que rompen cordilleras, puertos deportivos que destrozan ríos y litorales, estaciones y líneas de alta velocidad en los valles, aeropuertos y otras obras públicas innecesarias que alteran incontables ecosistemas valiosos, además de prospecciones y explotaciones junto a parques naturales. Es decir, el destrozo de la naturaleza es una cuestión de rendimiento económico y el arte, como no puede ser cuantificado en beneficio monetario directo, no entra en el juego permitido y, por tanto, se le puede censurar políticamente por la vía ecológica para hacer invisible la inoperancia y mostrar la cordura de las administraciones. Pero no somos tan inocentes, sabemos que en la actualidad los espacios naturales lo son porque no se pueden explotar comercialmente, como es el caso del delta del Llobregat. Y dado el caso, si ya está protegido se puede mirar para otro lado como ocurre en Doñana.
El Land Art es sospechoso porque es escurridizo y evidencia la verdadera falta de ecología de los políticos y de una buena parte de la sociedad. El movimiento Land Art es mucho más sostenible que cualquier otro arte de pared blanca que necesita transporte y conservación museística durante siglos para perpetuar el patrimonio de los grandes coleccionistas privados. El Land Art es en realidad mucho más ecológico que comerse un bocadillo de jamón porque que no deforesta para comida para los cerdos y no contamina de nitratos los acuíferos, o dicho en otras palabras, es ecológico porque es efímero y a pequeña escala, como las torres de piedras. Porque todo, tarde o temprano vuelve al estado inicial.
Desde las construcciones de piedra de Goldsworthy hasta los empaquetados de Christo, el Land Art se caracteriza por utilizar el paisaje como herramienta e inspiración y por ser efímero, tanto por su retirada después de un tiempo de exposición o porque sencillamente es absorbido por la naturaleza, si no es que los mismos humanos destruyen las intervenciones de los artistas. La caducidad (que no la obsolescencia) del Land Art es la garantía de su ecología, y el paisaje y el ecosistema quedan restituidos.
Como dice William Malpas, teórico de esta disciplina, el Land Art hace que el espectador vuelva la mirada hacia la naturaleza, no sólo por su conocida belleza sino también por la posibilidad de visualizar nuevas formas y disfrutar de su poética. El Land Art hace tomar conciencia de la naturaleza, moviliza la gente fuera del ámbito urbano para conocer, admirar y replantear espacios naturales como las esculturas subacuáticas de Jason Taylor. Y claro, es una intervención humana, sí, pero bastante respetuosa, comparable a la del hombre neolítico.
Esto es así por la ya citada caducidad del Land Art. Una carretera o un edificio no se desmantela. Este hecho, como mínimo, debería hacer pensar a la casta política que en lugar de ensañarse con la excusa ecológica, deberían de potenciar e impulsar iniciativas como las de Pere Moles en Andorra, ya que en el Principado como en Baleares, una red o unas piedrecitas en realidad no son devastadoras. Basta dar un vistazo por allí para ver cómo Andorra está sobreedificada o como las playas del mediterráneo son inaccesibles y sucias por tierra y por mar.
No deja de ser inverosímil y cautivador que las obras y los métodos de los artistas del movimiento Land Art sean foco de críticas por parte de las instituciones. Las obras y procedimientos están pensados con y para la naturaleza, con una clara intención: que el público conozca, piense, admire y respete el medio ambiente, ya que los artistas nos pasamos eternidades en el bosque, en el río , en la montaña o en el mar. Esperamos días para que brote una planta o deshiele un arroyo; a veces, esperamos los cambios de estación para componer con unos colores concretos, utilizamos materiales que encontramos in situ y si los llevamos de otro sitio no los abandonamos nunca, incluso, como buenos animistas, pedimos permiso y damos gracias a seres vivos o los lugares donde intervenimos.
Por todo lo expuesto hasta ahora, sería conveniente que los turistas de las Islas siguieran haciendo torres de piedras. Esto querría decir que prefieren ir a conocer un espacio natural y interaccionar que ir a una discoteca a levantar el codo. Y, si además, mientras hacen las torres de piedras, aprenden qué geología tienen las Islas, qué animales o flora son endémicos, aún mejor. Y si lo comparten al Instagram, como la actividad de ocio más recomendable supondrá menos turismo de balconing. Lo mismo ocurre en Andorra, pues estoy convencido, que a pesar de que suene a lucha de clase: es más preferible el turista de paisaje que el de compra, recordando el eslogan: «un país de los Pirineos» y no la bodega de Escocia, o el estanco español. ¿O es que la frase es sólo un eufemismo?
Convendría entonces recordar que las leyes y las críticas deberían ser proporcionales. A pesar de que sabemos que no lo son. Si retiramos con tanta facilidad una red de un mirador de Andorra también se deberían retirar unos cuantos kilómetros de telesillas, por poner un ejemplo, y con mucha más rapidez por el impacto que hacen. Pero, claro, con dinero se puede comprar y compensar todo, ¿no?
Pingback: Land art: el shock ambiental – Jordi González Castelló